ÁVILA es la bella durmiente Castellana, una ciudad medieval aletargada al abrigo del cálido abrazo de su muralla, asentada sobre un montículo rocoso en el corazón de la meseta, a orillas del río Adaja. Tiene el honor de ser la capital de provincia más alta de España y de las más altas de Europa, de inviernos largos y fríos abundando las nieves, rodeada de montañas, bajo un telón azul de aire puro, es, como el sinfín de leyendas que se ciernen en sus torreones, la estampa de un cuento de hadas.
Declarada patrimonio de la humanidad por
su excelente conservación, toda la villa es un tesorito, cada plaza, cada calle, cada
rincón, mantiene la huella de sus pueblos, la esencia de su historia.
En su casco antiguo perdura el trazo de las ciudades romanas, rectangular, dos calles principales que acaban en el foro, en la actualidad, El Mercado Chico.
Pequeña y coqueta, su firme irregular
alberga palacios, conventos, esas monjitas que elaboran las yemas de Santa
Teresa ¡¡¡Manos de santas!!! Museos, monasterios, iglesias, pero su santo y
seña, su emblema es su MURALLA, atribuida míticamente a las manos de Alcideo,
hijo de Hércules y a simple vista, es tan fantástica que bien podía haber sido
obra de los dioses.
Un bastión románico de finales del siglo
XI que se inició por la cara oriental de la ciudad, la más llana, el franco más
vulnerable, utilizando, en principio, los restos de una fortificación romana y
materiales de una necrópolis que se encontraba en la basílica de San Vicente.
Los grandes sillares situados en el
acceso al interior por la puerta que se sitúa justo frente al mencionado
oratorio hacen visibles el ingenio romano.
Su origen se remonta a la reconquista por
las tropas cristianas de Ávila, el rey Alfonso VI mandó repoblarla a su yerno
Raimundo de Borgoña, con el fin de asegurarse este territorio que tras la
conquista musulmana a los visigodos había quedado deshabitado, era tierra de
nadie.
Los asentamientos fueron un éxito y el
noble mandó edificar la muralla a dos de los mejores maestros europeos: Florín de Pituenga y Casandro, un parapeto vital en tiempos de gestas y batallas. Según relata un cronicón de la época fueron necesarios “Maestres
de jometría, oficiales de fabricar piedra tallar, carruajes de ingenios,
cantidad de hierro, acero y ballestones, mucha moneda y seiscientos carros con
muchas campañas y ganados”, todo esto hizo falta para levantar entre 1090 y 1099
esta colosal obra, y muchas, muchas manos, más de mil constructores.
El resultado ahí sigue latente, 2516
metros de cerca rectangular que abarca íntegramente todo el perímetro de la antigua urbe, manteniéndose intacta tras un par de restauraciones. Una construcción
civil-militar cuya funcionalidad es evidente, sin embargo, su simplicidad y
delicadeza trasmite paz.
De la misma muralla, de lo conocido como “el
cimborrio” ve la luz la Catedral del Salvador que es parte del baluarte, la
prolongación del ser, este tambor románico guarda su altar mayor.
Cuando vas por la calle este tramo pasa
casi desapercibido, lo mismo es que la foto es difícil:
Un lugar bélico por fuera y por dentro,
el cielo de un de un templo.
En la que fue la adelantada de la
Extremadura Castellana (denominación en la Edad Media del territorio
conquistado por el reino de Castilla entre los ríos Duero y Tajo), comenzó un
nuevo renacer dando una normalidad arquitectónica a esa vida recién inaugurada,
tanto en intramuros como en extramuros, floreciendo los templos a ambos lados,
a voz de pronto, Basílica de San Vicente, de origen visigodo, Iglesias a “todos
los santos”: San Pedro, San Pelayo, San
Andrés, Santo Tomé… Y santas, Magdalena, Ntra. Sra. De la Antigua…
Hasta aquí llego… Como antes me he quedado
en lo dulce, si hay algo más sólido que la muralla es su yantar, esas patatas
revolconas con su torreznito, típica en toda la provincia, como el chuletón de
Ávila, o los asados, a la antigua usanza, en hornos de leña. Pego un enlace con
un plano e información.
¡Eso es todo amigos!